Se me antoja tarea complicada resumir el pequeño milagro que me ha permitido conocer la enfermedad de Huntington, así como recuperar el contacto con Luis, alumno al que di clase allá por los albores de la humanidad (vale, fue en el curso 2006- 2007, tampoco hace falta ponerse así).
Vayamos por partes, como diría Jack el destripador. Hace algunos meses, sería a finales de 2023, recibí un curioso correo electrónico. Su remitente era el secretario de un instituto donde ejercí como orientador durante seis cursos. Me comentaba que un antiguo alumno trataba de ponerse en contacto conmigo para invitarme a la presentación de su primer libro.
Recuerdo la tremenda ilusión al leerlo, la inmediata curiosidad por saber quién sería el alumno escritor, de qué trataría el libro y, lo más importante, el motivo por el que tantos años después buscaba a un profesor con quien apenas había compartido unos meses de “Transición a la vida adulta y activa” (no es coña, así se llamaba la asignatura de 4º de la ESO).
Respondí inmediatamente al contacto que me habían facilitado, pero por algún motivo (un expediente X de libro, nunca mejor dicho), la comunicación se cortó de forma abrupta y mis mensajes no fueron atendidos.
Frustrado por lo sucedido, y sin forma aparente de solucionarlo, comenzaron a volar las semanas y los meses. Planes y más planes inundaban mi agenda, así que yo también volé, volé mucho, disfruté y aprendí una barbaridad visitando Tirana, Berat, Krujë y Elbasan, donde me pusieron una multa de aparcamiento, Bérgamo, Milán y Roma, donde a pesar del gentío fui feliz con mis chicas, Frankfurt, Mainz y Heidelberg, donde por supuesto toqué al mono para asegurarse volver, Barcelona, Pamplona y Roncesvalles, donde por fin cumplí el sueño de hacer parte de la primera etapa del Camino de Santiago, Estambul, Viena y, finalmente, Bratislava.
En cada uno de esos destinos tuve un recuerdo para el enigmático alumno escritor.
Fue antes de la última etapa de este intenso tour, justo antes de partir hacia la capital eslovaca, cuando recibí EL MAIL. Remitente: Luis Aguilar Vera. ¡Por fin!
Luis se presentaba y decía que me había tenido muy presente desde que fui su profesor el último curso de la E.S.O. Recordaba un ejercicio concreto, la redacción de una breve biografía, que por lo visto yo valoré muy positivamente, hasta el punto de decirle que escribía muy bien y que seguro algún día publicaría un libro.
Muchas veces no somos conscientes de las influencias, positivas o negativas, que podemos llegar a ejercer en los demás.
Encendí un flexo virtual y comencé el interrogatorio: ¿Cómo me has encontrado en este correo electrónico? ¿Qué tal te va? ¿de verdad has escrito un libro? ¿Crónica de una suerte anunciada? ¿de qué trata? ¿Enfermedad de Huntington? no, no he oído hablar de ella, ¿Cuándo lo presentas? la madre que me trajo, ese día estoy en un concierto en Bratislava, a lo mejor mis chicas pueden acercarse y lo compran, pero nos tenemos que ver un día, ¿prometido, ok?
Se sucedieron varios correos electrónicos donde nos pusimos al día y descubrimos que, además de la comentada relación profesor-alumno, algo en común nos unía. Luis lo denomina “fecha de caducidad”, certera metáfora de algo que todos los seres humanos tenemos, pero que en nuestro caso particular es si cabe más azaroso, imprevisible y desconcertante.
Me habló de su padre, fallecido a causa de la enfermedad de Huntington, grave y rara patología neurológica, hereditaria y degenerativa, que surge como consecuencia de la mutación de un gen. Me impresionó sobremanera el hecho de que no todas las personas afectadas llegan a desarrollarla, en una especie de lotería maquiavélica y perturbadora, así como que actualmente no existe un tratamiento capaz de curarla o detener su avance.
La vida bajo una amenazante espada de Damocles, en el párrafo superior y en los que llegan a continuación.
Me diagnosticaron cáncer en julio de 2020, un tumor neuroendocrino también inhabitual y sin posibilidad de curación a día de hoy. Jugó al despiste durante mucho tiempo, posiblemente años, mientras colonizaba mi páncreas y saltaba al hígado.
Alguna señal lanzó en todo este tiempo, orgulloso de su oscuro trabajo, pero parecían difusas y difíciles de entender e interpretar por parte de los médicos y de mí mismo. En aras de mi salud mental, mejor no ahondar mucho en esto.
Los tratamientos médicos, algunos muy novedosos, son capaces en la actualidad de detener el avance y progresión de estos peculiares tumores, por lo menos durante algún tiempo. Suerte o desgracia, según como se mire, que todavía no exista forma de cuantificar dicho tiempo.
Creo que se entiende fácilmente la permanente sensación de ruleta rusa con la que ha habido que aprender a vivir, exacerbada antes y después de cada análisis y prueba, e incluso con cada gesto en consulta del oncólogo/a.
Y en esas estamos Luis y David, David y Luis. El paso de los años ha desfigurado y transformado nuestra relación inicial, alumno-profesor, profesor-alumno, dando paso a otra mucho más edificante y entrañable.
Los dos somos ahora alumnos y profesores al mismo tiempo, ávidos de saber, repletos de interrogantes, felices por volver a unirnos y poder ayudarnos, aunque solo sea por reconocernos tanto el uno en el otro, orgullosos al compartir trayectorias vitales nada fáciles, afrontándolas en la medida de lo posible desde el afán de superación y la positividad.
Creo que la vida nos ha puesto en nuestro sitio, nos ha dado un toque de atención brutal, y por eso ahora ambos nos enfocamos salvajemente en aprovechar al máximo cada segundo de nuestro tiempo, en vivir, sentir, amar como si no hubiera un mañana, en filtrar con auténtico celo personas y situaciones, priorizando las que suman y dejando a un lado las que restan.
Ya lo sé, se llama “Carpe diem”, no hemos inventado nada, pero conste en acta que nos preocupa ser dueños de nuestro destino, sea éste el que sea, y liberarnos de falsedades y ataduras, especialmente de aquellas con las que a veces nosotros mismos nos hicimos un nudo.
Es posible que nuestra “fecha de caducidad” se haya adelantado respecto al guion inicial, eso no lo sabe nadie, pero va a ser verdad que es mejor calidad que cantidad, también cuando hablamos de tiempo. Queremos ser felices, y personalmente me atrevería a decir que yo lo soy en mayor medida que antes del diagnóstico (ahí queda eso).
Es momento, casi al acabar esta “vomitona emocional”, de acordarme, valorar y agradecer en su justa medida el cariño y el amor de quienes han tenido que adaptar y acompasar su vida a mi realidad actual, a este nuevo cumpleaños que tiene lugar a mediados de julio desde hace cuatro años (gracias Elisa, gracias Sara, imposible sin vosotras).
Disculpad, por favor, mis momentos sombríos y de nervios.
Gracias Luis por buscarme, por NO rendirte y usar todos los medios a tu alcance para dar conmigo. Gracias por tu inmensa generosidad al acordarte de un profesor que simplemente valoró tus trabajos en la medida en que lo merecían.
Gracias, por último, por tu valentía y por “Crónica de una suerte anunciada”, ese libro que, visto tu talento, soñé que algún día escribirías. Te desnudas en sus páginas y plasmas de forma certera y brillante los miedos e inseguridades, también las ilusiones y esperanzas, de quienes tuvimos que aprender a vivir en el filo de la navaja.
Y en ello seguimos.
Hasta el final.
David Muñoz
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